lunes, 5 de septiembre de 2011

La música es vida, segunda parte

Este fin de semana pasado lo he dedicado casi al completo a escuchar música y leer, intercalando una breve pero obligatoria visita familiar. Los más cercanos a mí entenderán a la primera que esto en el fondo significa que no tenía dinero disponible para irme de fiesta, para qué lo vamos a negar a estas alturas. Después de tantos años cumpliendo con el rito, con la santa tradición, de salir los viernes (eso sí, con el prefijo “light”), acabando el domingo maldiciendo los tragos largos, los paquetes de Ducados evaporados en la nada, la pesadez habitual con (que no del) el taxista, las salidas de tono en alguna discusión banal y, en resumen, despotricando del tiempo perdido en tugurios y garitos, en vez de haberlo dedicado a algo más útil en la escala de valores de la sociedad, pues no ha podido ser, y me he quedado en mi refugio disfrutando de discos antiguos, conciertos del siglo pasado y algún que otro punteo a la guitarra intentando emular a un Clapton o un Townshend cualquiera.
Nombro a estos dos monstruos intencionadamente, pues en el programa que últimamente estoy siguiendo de forma casi enfermiza, el “Later with Jools Holland” de la BBC, que repone diariamente la cadena alemana ZDF Kultur, suelen actuar bandas  y solistas de otras épocas, de los años 70, 80 y 90 del siglo pasado, razón por la cual disfruto de la misma forma que debe de sentir un fan, que no melómano,  de nueva cuña siguiendo por ejemplo a Lady Gaga (¿mande?) y seres extraterrestres similares.
Desde los Who, Procul Harum o Madness, pasando por Eric Clapton, Jimmy Cliff, Tom Jones, Los Eagles o Ron Wood, este programa te sorprende día tras día con la banda sonora de tu infancia y de tu juventud, dejando claro que el poso musical que se crea en la mente de una persona viene delimitado por una época en concreto, y que a partir de ahí es difícil que penetre nada nuevo.
A esto iba: sentado como estaba yo tarareando el Layla con Eric tocando la guitarra, me puse a analizar la música que me gusta, la que sigo, la que tengo grabada en los 600 cedés que decoran mi pequeño salón, y el resultado mostraba claramente que el noventa por ciento de mis preferencias musicales son de finales de los 70 hasta mediados de los 80, es decir, desde mi infancia hasta el fin de mi etapa escolar y estudiantil. Discos posteriores al 1985 haberlos, los hay, pero no suelo escucharlos. Alguno lo grabé por un interés temporal, por amistad con el cantante (míticos y mágicos Estirpe Imperial) o por haberlo visto recomendado en algún diario,  y otros tantos por haberme picado la curiosidad al ser destacados números uno en los “charts” de medio mundo, pero al final, todos ellos quedan relegados a la torre de cedés y a ser cubiertos poco a poco por el polvo del tiempo, una capa de olvido  que solamente desaparece cuando mueves su espíritu, es decir, cuando abres la caja del cedé y lo escuchas con dedicación.
Y, lo siento por ellos, no los suelo escuchar. Siempre acabo recurriendo a lo clásico. A lo que me gustó de joven, a lo que me trae recuerdos imborrables, a lo que cual lluvia de “polvos mágicos” (esta palabra me gusta mucho más en inglés, “fairy dust”, Polvo de Hada, sin que me refiera a la otra acepción de polvo) me hace vibrar, reír, bailar y soñar.
Queda pues tu mente sellada con esa base musical creada en tu juventud revoloteando por cualquiera de los múltiples “córtex”  de tu materia gris y es muy difícil que penetre algo nuevo con la suficiente fuerza para arrinconar a tus canciones y grupos favoritos.
Esto no quiere decir que dejes de escuchar música nueva, que dejes de probar la fruta del árbol prohibido cada vez que puedes, pero al final, por muy buen sabor que te prometan de la manzana de tal o cual conjunto, te mantienes en tus trece y cierras los portones de tu cerebro a cualquier intruso al que ya no quieres conocer. Como el ínclito Luis Aragonés cuando contestó a un pesado que, insistentemente y de malos modos,  se quería presentar, con un “ya he conocido a bastante gente en mi vida y no quiero conocer a nadie más.”
Pero, como en todo, existen excepciones, y siempre hay grupos o cantantes de nuevo cuño a los que, de forma sorpresiva, haces un hueco en tu interior y los incorporas a la galería de artistas que te acompañan en tu deambular diario. En este momento no se me ocurren muchos (no voy a hablar siempre de Justo y los Pecadores, que ya parezco un agente suyo), pero seguro que alguno encontraría por casa.
La música avanza, cada generación tiene su banda sonora y todos los seres humanos asociamos vivencias y eventos a canciones y melodías.  Lo mismo que estaba describiendo de mi le ha pasado a mis padres, le pasará a mis sobrinos y a vuestros hijos y nietos.  A cada cual, lo suyo.
Y, sobre todo, no debemos obcecarnos en intentar que otras generaciones aprecien lo que te gustaba a ti hace 20 o 30 años, que no es de recibo. Es normal que en una fiesta, en una cena, acabes recurriendo a tus “grandes éxitos”, pero intenta limitarlo a tu público natural, a tus coetáneos, sin avasallar a los más jóvenes con ritmos que les suenan a chino, cuando no a carca. Imagínate como te hubieras sentido (o igual te sentiste) si tus padres te hubieran machacado durante los guateques familiares con discos de Los Mustangs, los Sirex, los Tres Sudamericanos, de Alberto Cortéz  o de Mari Trini,  Pues piensa que para ellos en ese momento era lo último, lo más “in”, lo más guay o chachi piruli que había. Igual que lo son para ti tus discos de juventud.  
Igual que lo son para la chavalería de hoy pues…hmmm, yo que sé, los que sean.
Y  como bien decía y mejor cantaba John Miles:

Music was my first love
and it will be my last.
Music of the future
and music of the past.

To live without my music
would be impossible to do.
In this world of troubles,
my music pulls me through.






1 comentario:

  1. Será -supongo- ley de vida. Yo le perdí la pista a lo que se hacía en el mundo de la música más o menos tras el grunge. Ni idea de qué se hace ahora y, por lo demás, tiende todo a sonarme estrictamente igual, además de resultarme indiferente. Era, justamente, lo que mi padre decía de mí música: no sabía qué era y todo le sonaba a lo mismo, con el agravante de que de la música clásica sólo me gustaban cosas que él calificaba de raras.

    En fin, eso: que a la música le perdí la pista entonces, lo cual no quiere decir que lo que entonces se hiciera realmente me interesara o gustara porque la realidad es que yo también sigo con lo mío, entre lo que también se cuentan The Who y Pete Townshend (el resto... pues antes como que no).

    Y lo mío acaba siendo también, con la excepción de aquello de la llamada "música culta" que me ha gustado siempre, lo que se hacía en los 70 (parte de ello, se entiende, porque, si no, una de mis personalidades sería la de Disco Stu), los cuales acaban siendo los años de mi niñez y adolescencia. Pero es que hay cosas que se me antojan eternas e intemporales... como a Lauren Postigo se le deben seguir antojando las suyas otro tanto, si es que aún vive (¿vive?).

    Me toca mucho las narices, por esto, que "Won't get fooled again" y cosa tan brutal como "Baba O'Riley" (porque -veo muy poca tele- es "Baba O'Riley", ¿no?) hayan acabado como sintonías de dos series de esas de casquería.

    Decías por otro "post" que tu hermano te bronquea por lo deprimente de lo que escribes (a ver, ¿en qué mundo bronquea un hermano pequeño al mayor?; para deprimirse, ¡hombre!), con lo cual tendría que alegrarse de que cierres algo así citando "Music" de John Miles porque yo, empezando porque nunca me fue y porque he mencionado a The Who y "Baba O'Riley", acabaría con el último verso de tal temazo: "It's all wasted!".

    Y de verdad que lo creo; a mí me aguantan, además de la música, ya pocas cosas en pie, además de la esperanza de ver toda la mierda -perdón- explotar.

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