martes, 30 de diciembre de 2014

Burning Christmas

Extraña Navidad que por desgracia ya ha pasado. 
Extraña porque este año no ha sido la tradicional, en familia y con el añorado cocido catalán, y por desgracia porque ya ha pasado y ha sido la Navidad más deseada de mi vida. Por lo menos hasta donde consigo recordar. Sabiendo lo selectivo que puede ser el cerebro, capaz de arrinconar recuerdos buenos y malos, no dudo que en algún otro momento de mi infancia o juventud haya sentido una ilusión parecida, pero no consigo recordarlo.

Fiestas estas las navideñas que como sabéis algunos de mis lectores suelo relatar cada año, o bien alabando lo bonito y detallista del evento en casa de mi tía, o bien criticando la falta de espíritu navideño real: el amor, el cariño, la solidaridad, la generosidad o el agradecimiento que se convierten por imposiciones externas en afán de gastar, en reencuentros forzados, en opulentas comidas y en asistencias a misa con una total falta de convencimiento o sentimiento religioso. Esa doble moral o falta de cultura que lleva a la gente a convertir una celebración familiar y de amor en una necesidad imperiosa de aparentar, consumir y comprar todo aquello que nos van inyectando desde los medios con tanta antelación que hasta se han llegado a ver este año anuncios “navideños” cuando los lugareños aún se bañaban en las playas del Levante español. Anuncios adelantados y exageradamente comerciales y sin valor humano si los comparamos con el de Campofrío de este año, que justo antes de fiestas consiguió emocionar a más de uno. O el de Manolo de la lotería, aunque éste último haya triunfado más por sus variantes graciosas que por su innegable fondo emocional.

Pero bueno, este año no me voy a dedicar a criticar a nuestra perdida y materialista sociedad. Tampoco hay que perder la esperanza: hay mucha buena gente que no ha sido abducida por el sistema, que se ilusiona por Navidad con toda naturalidad, que  la celebra en familia y con cariño, que prefiere el momento al montante de los regalos, la compañía de los suyos a la muchedumbre de las calles y las sonrisas sinceras de pequeños y grandes a las risas artificiales de los “famosos” de la tele. Y que son felices por Navidad. Como lo he sido yo este año.

Pendiente de una cuenta atrás de varias semanas, cual calendario de adviento o cartilla de recluta marcando los días que faltan para la celebración o la licencia,  llegó la semana de Navidad en la que se me juntaba una mudanza a un nuevo hogar con la esperada visita de una increíble persona del Norte que ha entrado en mi vida como una racha de viento fresco que trae alegría y felicidad. Matrix, para entendernos. Casi nada para afrontar las fiestas. Como si yo no fuera ya lo suficientemente emocional para encima añadir sentimientos tan intensos a la siempre complicada Navidad. Ya te digo. O anda que no. Lágrimas anunciadas podríamos llamarlo.

Una preciosa Nochebuena en “familia”, es decir, con la familia Ramiro Torres, que después de tantos años igual es más familia que la sanguínea. Sin afán de criticar a mi familia, pero la normalidad, naturalidad y sinceridad con la que me acogen estos magníficos amigos año si año también es tan gratificante que no se echa de menos nada. Te sientes como en casa. Arropado y acompañado. Como por los mensajes de Cris y mi hermano preguntando por mi estado. O por la continua y tan natural y agradable conversación con Matrix,  desmontando a todas horas la pesadilla de la cuenta atrás, que al final se convirtió en un acelerado cronómetro ayudado por su  constante compañía. Gracias peque.

Después de una misa de Navidad en la parroquia alemana, corta, con poca asistencia y nada especial, y un menú navideño un poco extraño, a base de huevos al microondas, con la nueva casa adecentada, decorada y ya convertida en el nuevo
Rommeland, como han bautizado a mi casa mis amigos, ya solamente quedaba esperar al día de San Esteban, segundo día de Navidad en muchos países y regiones de España, como en Cataluña, para disfrutar de Madrid en buena compañía. Y de un concierto por la noche que prometía. Como así fue. Pero ya llegaremos a él.

Teniendo el intercambiador de autobuses a 15 minutos de casa y sabiendo que el autobús de ALSA llegaba a las 12:15, obviamente me planté en la estación a las 11 de la mañana. No fuera a ser que se me escape. A partir de aquí, llegó la Navidad. Y sin ningún atisbo de exageración. Si entendemos como decía antes las fiestas navideñas como momentos de alegría, de felicidad, de cariño, hasta de amor si se me permite, pues ahí empezó. En una ruidosa y llena estación de autobuses.

Un agradable paseo por el barrio de las letras de Madrid, con paradas aquí y allá para beber alguna caña, como en la Dolores o el Naturbier (por aquello de la cerveza artesanal y encima alemana) de la plaza Santa Ana,  y un pequeño problema final para encontrar el parking, culminó con la llegada a casa,  con regalos navideños emotivos y bonitos y un rato de descanso antes de volver a salir.

Y llegó el concierto de Burning. Sin prisas, con algunas cervezas antes para hacer tiempo, disfrutamos de un gran espectáculo, entre la espada y la pared, es decir, entre el público que abarrotaba la sala y el segurata de turno que controlaba nuestros continuos intentos de fumar. Y que a la postre se portó muy bien perdonando la “infracción” hasta en 3 ocasiones sin llegar a amenazarnos con la expulsión. Gracias amigo. Eso se llama espíritu navideño. 
Gran concierto, buena sonoridad como decía el Perchas, cantando a voz en grito todas las canciones, fueran conocidas y me supiera la letra o no, y una vuelta a casa extraña, cargada por un lado de felicidad y por otro de una inoportuna tristeza. 


Aún le doy vueltas a mis juguetonas y resistentes neuronas sobre el qué, cuándo y dónde se rompió temporalmente la magia. Temporalmente, por suerte. Pero hizo crac.

Nada extraño tampoco. La compañía, la convivencia, la verborrea, la bebida, la música, la fiesta, la extrañeza.., todo ello son factores que influyen en los sentimientos, hay subidas, hay bajadas, hay silencios y ruidos, hay sonrisas y lágrimas. Se llama vida. Se llama caminar.

Así acabó una gran noche, con las notas de “No es extraño” de Burning resonando y su letra llevada hasta el final “hallándome en casa sentado en el suelo y hablando con la pared”. Lágrimas anunciadas, como decía al principio.

El resto del fin de semana, perfecto. Mejor imposible. Sin prisas, sin horarios, sin planes, hasta sin autobús de vuelta. Hablando, riendo, bebiendo, comiendo, paseando. Cosas simples, momentos, comentarios. En compañía. Con un grado de complicidad y amistad suficiente para reir de los mismos chistes, maldecir a las mismas personas que andan demasiado lento, buscar al unísono las aceras vacías u optar por un bar tranquilo para disfrutar de una simple cerveza. 

Nada más ni nada menos. Un final de la Navidad diferente. Pero reconfortante. Y feliz.


De eso iba la Navidad creo recordar. De ser y hacer feliz. Lo soy y lo intento.





martes, 9 de diciembre de 2014

El Kiwi

Casi todos conocemos la fruta llamada Kiwi. Muy de moda en los últimos decenios, se trata de una planta trepadora originaria de China que posteriormente se ha ido introduciendo en muchos países, entre los que destaca Nueva Zelanda. Y de ahí viene su nombre (cosa que obviamente desconocía y he tenido que investigar, como creo que pasará a muchos de mis lectores): como en Nueva Zelanda el pájaro “no volador” endémico se llama Kiwi en el idioma aborigen maorí, y la fruta de la planta Kiwi se parece un poco al cuerpo del pájaro Kiwi, pues le pusieron este nombre al dulce fruto. 
Y de esta guisa se ha extendido por todo el mundo: se usa en postres, en helados, en ensaladas, me imagino que también en los tan variados y ridículos Gin Tonics y, para mayor sorpresa, 
hasta para dar un toque especial a los puerros de Sahagún, herencia éstos últimos de los monjes benedictinos que procedentes de Cluny se asentaron en esta región bajo el reinado de Alfonso VI de León. Aunque me imagino que por esa época, el siglo XI, siglo de Cruzadas, poco Kiwi habrían probado monjes, caballeros, nobles y sirvientes. Pero nunca se sabe: igual algún habitante muy espabilado de esta región tan bonita de España se adelantó en un siglo a Marco Polo y se trajo unas semillas de kiwis desde la lejana China. No olvidemos que los españoles seguimos usando la expresión “Ancha es Castilla”, que viene a significar que “como nadie nos ve al estar tan poco habitada podemos hacer lo que queramos sin que nos pillen, sin presiones ni obligaciones”. Pues siendo tan fácil ocultarte por esos lares no cuesta mucho imaginar a un lugareño cruzando el globo en busca del complemento ideal a los puerros, sin que alguien note su larga ausencia. 
Como aquel marido que dijo lo de “bajo a por tabaco un momento” y no volvió hasta pasados 20 años. Igual es el mismo que se trajo la fruta exótica. 

¿Y a qué viene hablar de Kiwis? Pues a esa cosa llamada casualidad, cuando no “serendipia”, extraña palabra basada en la “serendipity” del idioma inglés que ha incorporado recientemente la RAE a la 23ª edición del diccionario y que viene a significar algo así como un “hallazgo afortunado e inesperado”.

Viajé al Norte con mi Zippo de rigor, en este caso uno con un pájaro Kiwi de adorno que me regaló un amigo que estuvo por las antípodas hace unos años, y en el par de días de estancia se dieron dos coincidencias: durante una conversación acabamos Matrix y yo hablando del Kiwi pájaro, no recuerdo el porqué,  y en un excelente restaurante de Sahagún, llamado “Asador el Ruedo II -  Bar España”, nos sirvieron puerros con Kiwi antes del anhelado (y por cierto excelente) lechazo que nos metimos entre pecho y espalda. Y yo con el Zippo de marras. Cuando tengo más de 20 Zippos diferentes preparados en mi caja para ir variando según mi estado de ánimo o el destino de la salida. Lo dejamos en casualidad. Pero divertida, en cualquier caso.  

Para no hablar de los dobles nombres de los bares y restaurantes. Otro misterio por descubrir que queda pendiente para la siguiente escapada: ¿por qué diantres tantos bares de la zona tienen dos nombres? ¿Tradición local, disputas familiares, triquiñuelas para engañar al fisco? Dios sabrá.

Nosotros nos quedamos un poco extrañados. Igual tendríamos que haber indagado un poco, pero estando ocupados todo el rato en pedir otra Mahou (y otra, y otra..)  se nos pasó. Prometo solemnemente indagar en otra ocasión e informaros a todos. Menos a policías o inspectores fiscales. No seré yo el que traicione o meta en un lío a un simpático habitante de una de las cuatro provincias que recorrimos en los tan cortos 3 días de esta reciente escapada.

Porque gracias a nuestro innato sentido de la orientación y encima ayudados por el inevitable navegador de Google, fuimos capaces en poco más de una hora de partir desde Palencia, pasar por León, tocar Burgos y rozar Valladolid, para acabar en el mismo pueblo desde el que habíamos partido. Cosas del paisaje y el momento, del sol, de la música, de lo a gusto que estábamos y de lo buenas que estaban la cervezas. Conociendo Castilla. En toda su anchura. Y felices. En resumen, libres.


Rizando un poco más el rizo, y sin ningún tipo de maldad o sorna, lo del Kiwi también podría aplicarse a una de las primeras personas que conocimos en Villada. Santi se llamaba, persona impedida y en silla de ruedas que portaba una concha del Camino y al que obviamente, por aquello del espíritu peregrino que siempre llevas dentro, entré al instante para charlar un poco. Desconozco si de nacimiento o debido a un accidente, pero el joven tenía tal grado de invalidez en brazos y manos que ni podía beber de forma autónoma. Cual Kiwi incapaz de volar al carecer de alas. Pero ello no fue impedimento para compartir una caña con él, darle de beber y pasar un rato agradable hablando del Camino y la Cruz de Hierro, punto más alto del Camino Francés situado entre Foncebadón y Manjarín, lugar clave y místico de la ruta jacobea y del que nos contó el chico que lo había visitado recientemente. En dicho lugar los peregrinos suelen echar una piedra traída desde casa y de espaldas a la cruz, simbolizando con ello el dejar atrás el pasado. La pena es que no coincidiéramos otra vez con Santi: hubiera estado genial despedirnos de él.


Hasta aquí lo del Kiwi. No intentaré ahora buscar los tres pies al gato (expresión por cierto incorrecta, ya que deberían ser cinco, aunque por culpa de Cervantes y su Quijote el pobre gatito ha quedado en el compendio de dichos populares amputado de por vida de dos de sus extremidades) y relacionar alguna cosa más con los pequeños pajaritos de Nueva Zelanda o la verdosa fruta china tan poco propia de nuestros lares pero tan popular en la cocina actual.

El resto de las anécdotas de este fin de semana tan espectacular y bonito son más mundanas: lectura de dos periódicos haciendo tiempo en el bar Viena, uno de ellos en ambas direcciones, haciendo honor a la palabra cagaprisas recién aprendida y plantándome en Burgos 2 horas antes de lo previsto, croquetas de bacalao exquisitas hasta sin bacalao, habitantes reincidentes que te encontrabas en todos los bares del pueblo, un baño espectacular con suelo radiante que invitaba más a una fiesta que a darle su uso natural como ducha (o a ambas cosas al mismo tiempo), cervezas artesanas estilo belga (igual herencia también de los monjes de Cluny), es decir, afrutadas en demasía para mi gusto, visitas relámpago desde el coche sin ni siquiera apagar el motor, un lechazo espectacular ya nombrado antes,  un sorprendente museo de la Semana Santa de Sahagún, un hotel rural encantador recomendable a todos luces (el Señorío, en Villada, Palencia), una dicha continua por la grata compañía, la complicidad y el bienestar, con un estado general de felicidad que no recuerdo haber vivido en muchos, muchos, pero que muchos años, cuando no decenios (y no digo jamás por aquello del gafe, no vaya a ser que despierte de mi sueño de golpe),  una casual y final visita a Castrojeriz que compensó con creces por su cuidado y coqueto núcleo urbano y su simbología peregrina presente en todos lados, pueblo en el que por cierto lo único extraño, por su ubicación geográfica,  fue ver anunciadas gambas en todos los bares, y una vuelta a casa cargado de ilusión y en un estado de júbilo embriagador.


Como si al pobre e impedido kiwi le crecieran alas de golpe. Y pudiera volar en total libertad sobre los campos de Castilla admirando su belleza desde lo alto. Y que tuviera, claro está, una peque y adorable kiwi femenina al lado para ir piando un poco. 

Que la alegría no solamente da alas. 
También suelta la lengua. Como a mí.





lunes, 24 de noviembre de 2014

Matrix

Sin lugar a dudas todos vosotros, pacientes y fieles lectores, conocéis la trilogía de Matrix, esa película futurista inspirada en el concepto clásico de la ciencia ficción del mundo virtual frente al real, o yendo más lejos, basada directamente en la alegoría filosófica del “Mito de la Caverna” de Platón, en el que se enfrentan dos realidades, la de unos hombres atados de espaldas que solamente conocen el mundo por las sombras que se reflejan en la pared, y el mundo real, al que no han tenido jamás acceso. No entraré mucho más en el tema filosófico, que sinceramente me viene muy grande y va más allá de mi capacidad intelectual, sino en la propia idea de los mundos virtuales, los mundos que creemos habitar, los mundos que creamos en sueños, el abuso de las redes sociales como alternativa a las relaciones naturales y la realidad que en el fondo ignoramos o queremos ignorar. Para hablar de filosofía ya tengo a mi amigo Javier, profesor universitario de dicha especialidad y como le describe otro amigo, un “cerebro andante”. Yo me quedo con lo de andar, que eso se me da más o menos bien, pero lo del cerebro y su capacidad intelectual ya es otro cantar.

Pero si que me inspiro en dicha película para desgranar un poco la irrealidad que nos rodea. Todos y cada uno de nosotros, por lo menos aquellos que usamos nuestro cerebro en un porcentaje lo suficientemente alto para no ser simples animales con sus instintos primarios, nos debatimos de forma continuada entre la realidad que vivimos, la que quisiéramos vivir y la que vamos creando por episodios en nuestros sueños.  Ahí nacen la mayoría de sentimientos humanos: la ilusión y la desilusión, el optimismo y el pesimismo, la envidia y la admiración, el amor y el odio.

Y si a esto sumamos la bestial e imparable irrupción de las redes sociales, que en muchos casos más que herramientas sociales se están convirtiendo en generadoras de un mundo paralelo, en el que la posible relación social y personal real se convierte en un espejismo enmarcado por emoticones, noticias banales, medias tintas, chorradas virales, dobles o múltiples identidades, ocultación del estado en el Whatsapp, timos oportunos de los siempre atentos piratas para supuestamente eliminar los dobles tics azules de la última versión de dicho programa de mensajería,  nervios por la tardanza de un mensaje, celos por ver la hora del último mensaje del interlocutor cuando contigo acabó de hablar unas horas antes y todos los demás traumas nacidos de la mano de las nuevas tecnologías, pues vamos bien apañados todos.

Y no soy yo el que lo dice: prestigiosos psiquiatras, como Bert te Wildt, médico del departamento de psiquiatría y psicoterapia clínica de la Universidad de Hannover nos explican: “Para cualquier persona que quiere apartarse de la vida real dolido, decepcionado  o  con miedo, las redes sociales se pueden convertir en un peligro”. Al igual que en los juegos de ordenador, es bastante fácil generar vivencias positivas en los nuevos medios, pero cuanto más nos sumergimos en este mundo virtual, mayor es el peligro de perder las relaciones sociales en el mundo real.

¿Qué hacer entonces? ¿Dejar de soñar? ¿Obviar los avances tecnológicos y dejar de lado las redes sociales? ¿Desinstalar los programas de mensajería del móvil? ¿Llamar a un psiquiatra? ¿Asistir a terapias de grupo estilo alcohólicos anónimos con un ”Hola, me llamo Ernesto, y llevo 3 horas sin chatear – Clap, clap clap”? ¿Darse a la bebida? ¿Votar a Podemos a ver si revienta todo? ¿Tirarnos de un puente?

Ni tanto ni tan poco. Digo yo. Aparte de que por suerte no estoy ni dolido, ni decepcionado ni con miedo. Con la debida mesura, como en casi todo, y con un poco de sensatez, deberíamos de ser capaces casi todos (los tarados, los psicópatas, los violentos, los materialistas, los falsos, los mentirosos  y demás enfermos obviamente quedan excluidos) de aprovechar lo bueno de los avances tecnológicos, de convertir las nuevas herramientas en elementos enriquecedores en vez de distorsionadores. Simplemente se trata de mantener el mismo espíritu, la misma sinceridad, la misma confianza, pero usando esos nuevos canales de comunicación que nos brinda la tecnología.

Dudo mucho que cuando en su día se inventó el teléfono,  la gente se lanzara a las primeras de cambio a mentir a destajo, a inventarse viajes o retrasos, a manipular la realidad buscando fines ocultos. Tampoco sucedió así cuando apareció el correo electrónico. Ambos desarrollos se convirtieron simplemente en nuevas herramientas para acelerar las comunicaciones, para tener un contacto casi inmediato con los seres queridos o con los interlocutores del trabajo.

Eso sí, si estás mal de la azotea, tienes problemas psicológicos o de identidad, eres un mentiroso compulsivo o  desconoces las palabras sinceridad, confianza o respeto, pues no le eches la culpa a la tecnología. Es tu mente la que no carbura bien. Llama a psiquiatras a mil y háztelo mirar.

Démosle pues un voto de confianza a la mensajería, a los chats, a las redes sociales. Con cabeza. Con naturalidad. Y en su justa medida.

Yo por lo menos lo he hecho. Me he dejado atrapar por Matrix. Y lo disfruto a cada segundo. 

Llena el tiempo de forzada separación, alumbra los momentos de soledad, hace resonar risas virtuales en el silencio del hogar, acorta el ancho del sofá y facilita la espera hasta el siguiente encuentro.  

Y si añado los sueños, que no son más que realidades aplazadas que en algún momento viviré, pues a disfrutar.

Porque todo eso también es real. Existe. Y los sueños son parte de la vida. Y molan. Mucho.

Como Matrix.


miércoles, 12 de noviembre de 2014

Return to Burgos

Estimado lector: de entrada no hagas mucho caso al título. Este relato bien podría haberse llamado “Cuando  celebrar el santo se convierte en algo único” o “Para qué necesito sushi si tenemos chorizo”. 
Variantes encontraría miles para describir un fin de semana de ensueño, hasta podría usar una de las respuestas del Conejo Blanco a Alicia en el País de las Maravillas:

-- Alicia: ¿cuánto tiempo es para siempre?

-- Conejo blanco: a veces, sólo un segundo…


Porque segundos de esos que son para siempre los acabo de vivir. Es decir, existen. Por lo tanto, soy muy del Conejo Blanco. (Película, en la versión de Tim Burton,  que por cierto habría que ver en una de las próximas sesiones de cine dominical).
Pero lo más acertado ha sido titularlo como lo he hecho. Why? Pues porque se trata de la continuación de un relato anterior, inédito en esta humilde bitácora,  que escribí para una persona muy especial hace apenas un mes.

Un segundo capítulo en el que los protagonistas son los mismos, en el que tanto el atrezzo como el escenario no han variado un ápice, en el que las risas y las cervezas han vuelto a fluir con total libertad  (y en la justa y adecuada cantidad), pero durante el cual, a diferencia del anterior, los momentos de tristeza y melancolía se han visto reducidos considerablemente. Siguen ahí, como durante toda la vida, latentes y prestos a emerger en cualquier momento, pero frenados en esta ocasión por una mayoría aplastante de pequeños instantes de inmensa alegría, de largos ratos de placentera calma, de complicidad y sintonía, de canciones y recuerdos, de vida. Y de morcilla, chorizo, salchichón y tomates. Que no falten.



Si convocara un referéndum parecido a la pachanga de Bob Esponja&Friends celebrada este pasado fin de semana en mi querida Cataluña, y votara yo mismo varias veces, mis sobrinos, mi hermano, todos los peregrinos que he conocido  y algún amigo íntimo, y la pregunta versara sobre si la felicidad existe y si quieres volverla a vivir, el SI/SI arrasaría de forma espectacular. Y yo podría declarar sin miedo mi independencia. Mi independencia frente a la tristeza, la estupidez, el aburrimiento, la falsedad, los prejuicios y la maldad. Y la felicidad se independizaría del resto del mundo y se instalaría en la provincia de Burgos. No haría falta ni ir al IKEA ni pedir ayuda a la luchadora gente de Gamonal.

Pues heme aquí, de nuevo en Burgos, feliz como un inglés borracho quemándose en cualquier playa española o como un turista alemán soltando un “Olé” en cualquier Tablao Flamenco de nuestra geografía. O como un “periquito” cuando el Barça pierde en un partido de petanca de categoría senior. Mientras pierda…

Y no pudo empezar mejor el fin de semana que visitando el mítico bar del “Patillas”. Siendo como somos un país de bares (y por desgracia también de otras muchas cosas menos honrosas, como la corrupción, la mentira como profesión, el puterío, la soberbia, la envidia, la picaresca o la vaguería), no podía dejar pasar esta ocasión. Tampoco sería la primera vez que visito “EL” bar en mayúsculas, ese lugar de tantos pueblos y ciudades españolas que no te puedes perder por nada del mundo: si soy sincero, muchos de mis viajes o excursiones han tenido como objetivo tal o cual restaurante, bar, antro o garito. Y así lo hacemos la mayoría de españoles. Llamémoslo finamente “turismo gastronómico” o coloquialmente “irnos de fiesta”. Todos sabemos de qué estamos hablando.


El bar del “Patillas”, tal como me lo esperaba. Imprescindible. Ni hace falta que os lo describa. Cualquier blog sobre bares auténticos os dará un retrato mucho más detallado que yo, más aún cuando estuve en un horario demasiado temprano para poder disfrutar del espectáculo musical que se suele organizar. Decoración histórica, instrumentos de cuerda de todo tipo a disposición de los clientes, edificio en ruinas y local entre “decadente” y “vintage”. Como suelo decir últimamente: guay y correcto. Sobre todo esto último. No sé porque, pero se ha convertido en mi expresión más usada, supongo que en parte por el desencanto con la mayoría de las realidades de nuestra sociedad: incorrectas casi todas. Y no las vuelvo a listar. Los que me leéis ya sabéis por qué pie cojeo. Y todo lo que detesto de una civilización venida a venos.

Acabada la visita al bar,  la primera noche acabó tranquilamente entre música, un intensivo estudio del menú preparado para el fin de semana y una cena agradable, bien regada y en buena compañía.  Más que buena. Y si no recuerdo mal, viví como espectador el “Síndrome de los Biorritmos del Norte”, es decir, súbitas e inesperadas bajadas de tensión. Y lo llamo síndrome porque más adelante se repetiría en otra persona del mismo clan de estas tierras burgalesas.

Al día siguiente, excursión histórico-cultural-gastronómica. Aunque pesara más el objetivo de comernos un lechazo que la interesante historia de las ciudades que íbamos a visitar, Covarrubias y Lerma, al final se cumplieron los tres objetivos y descubrí de la mano de mi encantadora y risueña guía local,  dos joyas de nuestra piel de toro, ricas en hechos históricos, monumentos bien conservados, manjares dignos de reyes y bares con nombres como mínimo graciosos.


¿Qué os voy a contar de Lerma, a vosotros fieles lectores que sabéis mucho más de historia de España que yo? El llamado “Escorial” de la Corte de Burgos, ciudad Ducal del válido del rey Felipe III, con su plaza ducal, sus murallas, sus posadas, con el único Parador Nacional de la provincia ubicado en el propio palacio ducal  y toda ella en un estado de conservación ideal. 
Vista la temprana hora no tocaba comer aún, por lo que la estancia se redujo a un corto paseo, la compra de morcillas locales y unas cervezas para ir abriendo apetito. Ahí quedó el lechazo esperando mejor ocasión. Léase cuanto antes.

La siguiente parada fue Covarrubias. Conocida como la “Cuna de Castilla”,  la preciosa villa me volvió a sorprender  con su perfecto estado de revista, su tranquilidad y su cargado legado histórico. Desde los íberos originales, pasando por la época romana,  el rey visigodo Chindasvinto y los árabes hasta Fernán González, conde de Castilla y Álava, esta villa resume más de 10 siglos de nuestra historia común.  De nuestro pasado. Y si encima añadimos los simpáticos bares para echar la caña antes de comer, el Chumi y el Tiky, y para rematar una “Olla podrida” perfecta en Casa Galín, poco más se puede pedir. Añadamos la historia de Cristina de Noruega, su boda con el infante Felipe de Castilla, su muerte por tristeza  y su entierro en la Colegiata de San Cosme y San Damián de la localidad, hechos que desconocía de cabo a rabo y que he tenido que investigar a posteriori, y tenemos un día más digno de recordar. Y algo nuevo y sumamente interesante sobre nuestra historia aprendido sobre el terreno. Que nunca es tarde.

Y de Covarrubias, histórica por todos los lados, directos al barrio de Gamonal, actual como el que más y seguro que histórico para futuras generaciones. Cuna de protestas de movimientos vecinales,  harto justificables ante la corrupción imperante en el ayuntamiento de Burgos, y barrio original de Marta, nos recibió con lluvia y un
partido televisado del Barça. 
Pero estos factores externos no le quitaron ni un gramo de su valor como barrio, ni empañaron el buen rato en el bar tomando un (¿o dos? ¿O más? ) pacharán y pasando una agradable tarde de charla, risas y videos virales en los móviles.  De ahí, acompañados por la prima Sandra y su pareja, rematamos la tarde en casa entre música, cervezas, burbujas y submarinos, y algún bajón de tensión del síndrome mencionado más arriba, para acabar con películas y una noche agradable, colofón perfecto a un gran día en esta maravillosa tierra que día a día me va gustando más.

Y aún quedaba otro día. Y otra noche. Claro que podría ponerme a pedir 19 días y 500 noches, como bien canta nuestro gran poeta Sabina, pero igual no es momento para ser exigente.  Más aún cuando los segundos de felicidad estaban siendo continuos y completos. Como bien explicaba el Conejo Blanco.

Domingo, paseo matinal, tapeo y relax. Un clásico en Burgos y  en cualquier otra ciudad que se precie. Hasta puede ser que lo hagan en Albacete, a pesar de ser tan fea que el dicho popular es  “Albacete, corre y vete”.

Y eso hicimos. Paseando con tranquilidad, disfrutando de la mañana, parando en el bar delante del Albergue de Peregrinos, parada convertida ya en tradición y que en cada repetición vuelve a ganar valor, como en esta ocasión, en la que nos atendieron dos nuevos camareros, chica y chico, ambos agradables y con una pinta de ser buena gente que te cagas. Dudo que dejemos pasar un día sin acercarnos. El Camino manda.

Después de la cervecita matinal, dimos un garbeo por el centro, parando en “Las Espuelas del Cid” donde tomamos unos calamares pasables, tirando a grasos y escasos, y en “La Perla Arandina”,  lugar también parte ya de la ruta estándar y que os recomiendo a todos, y en el que esta vez la oreja, rebozada, aún rompía más que en la anterior visita.

Y no podía acabar la estancia con una última parada en el Antioquía, ya camino a casa, una rápida cerveza y una tarde de cine clásico, una cena de menú clásico y una noche de sueños cumplidos.

Por todo lo relatado supongo que se ahora se entenderá mejor el título. Return to Burgos.

Como si me toca escribir un capítulo cada mes, o cada semana. Ojalá.

Ahí estaré presto a contar lo vivido. Y con ello revivirlo.



martes, 14 de octubre de 2014

Siempre hacia adelante

No es momento de florituras. Ni de romperme la cabeza buscando las palabras apropiadas. Sobran.
Por suerte siempre existe alguna canción que expresa mucho mejor lo que sientes. 
En este caso una de BAP, escuchada esta mañana en la oscuridad y soledad castellana y traducida sin demasiada alegría.

Enlace a la canción


Hacia adelante

A veces estoy sentado y me pregunto
Si todo tuvo que pasar como pasó
Y me digo que de alguna forma tendrá que seguir – siempre hacia adelante

Tu fotografía aún cuelga de la pared
y literalmente me pone enfermo.
Aún resuena tu voz en mis oídos
y solamente me pregunto
si todo lo vivido en los últimos días contigo
no ha significado nada.

Quédate donde estás
agárrate a cualquier cosa
Y sigue como eras
- siempre hacia adelante

A veces me doy cuenta de lo bien que sienta
construir castillos en el aire y creer en las casualidades
cuando ya no se planifica ni se espera nada.
Simplemente sucede.

Es entonces cuando intentas olvidar todo,
ya que no aporta nada, 
porque sino el azul del cielo se vuelve gris
y todo se vuelve demasiado pesado
porque en cada pensamiento hay una imagen tuya -  mejor que te vayas.

Quédate donde estás
agárrate a cualquier cosa
Y sigue como eras
- siempre hacia adelante

Fue bonito, fue bueno
Igual al final un poco corto
las mil y una noches, con rayos y truenos,
una película sin final, en la que nada es como tendría que ser – siempre hacia adelante.







jueves, 2 de octubre de 2014

Vanessa y los siete peregrinos

A Marta. Y a  Bea, Javier, Manuel, May y Esther. Y a Vanessa.

Erase una vez una aldea muy pequeña en el pirineo navarro, llamada Roncesvalles (Roncevaux para los del otro lado de la frontera y Orreaga para los lugareños), a la que llegaron 7 peregrinos desde distintos puntos de España. Unos se enfrentaban al Camino y sus misterios por primera vez, otros repetían, pero todos tenían en común una cosa: viajaban solos, con sus alegrías y sus penas,
sus sueños e ilusiones y sus pertrechos bien ordenados en la mochila. Por lo menos el primer día iba todo bien organizado, aunque eso duraría poco. Alguno se olvidó alguna prenda en casa, quizás por haber cometido el error de salir la noche antes de fiesta, ante la ilusión del inicio del Camino; pero gracias a los hospitaleros pudo equiparse no solamente con un jersey, sino que además pudo arramblar con unos vaqueros recién estrenados y alguna prenda más, perteneciente todo ello a peregrinos anteriores que lo habían dejado ahí pensando en futuros caminantes despistados. Un detalle.
Quiso el destino que justamente 4 de estos desconocidos se juntaran en la cola del nuevo Albergue de Peregrinos  y que éste estuviera ocupado al completo por peregrinos venidos de todos los rincones del mundo, por lo que se les asignaron camas contiguas en el antiguo albergue, la Colegiata, al que se dirigieron para ocupar la primera litera de las muchas que probarían y sufrirían en los siguientes días. Entre paseos, salidas a la calle a fumar, asistencia de algunos a la Misa del Peregrino (en esta ocasión muy bonita y emotiva al participar una Coral local) y unos cafés con pastas, poco a poco empezaron a hablar, a ponerse caras y nombres y a compartir inquietudes, experiencias pasadas, chanzas y ocurrencias.  
Con absoluta naturalidad, prueba del tan ibérico carácter abierto de todos ellos y de ese especial sentimiento que impregna todo lo que rodea al Camino de Santiago,  sin preguntar por el porqué de su Camino o  por sus ideales, credos, aficiones, gustos o valores y  sin reparar en detalles como la edad, el aspecto o la vestimenta, pasaron una tarde tranquila esperando la hora de retreta en el Albergue, regentado por holandeses y ambientado con una un poco fuerte pero apropiada música de fondo.
Una vez apagadas las luces, y cual niños pequeños en un campamento de verano, empezaron las risas, los ruidos y las referencias a la “famosa” niña de la vela que pasea muerta por el Albergue, hasta que finalmente todos conciliaron el sueño y se rindieron a la incomodidad de las literas metálicas y los ruidos ambientales de otras decenas de peregrinos.


Entre las 5 de la mañana siguiente, hora en que se levantó el primero de ellos,  y que por lo tanto no sería el enanito dormilón del cuento de Blancanieves,  y las 6:45, se prepararon para iniciar su primera etapa. Ya tenían nombres, por lo que Esther, Marta y Ernesto partieron juntos a la luz de las estrellas, linterna en mano y siguiendo los pasos de muchos otros peregrinos. Mientras tanto Javier, el cuarto peregrino con nombre, decidió esperar a otra amiga que conoció en el viaje.
Sin problemas llegaron a Bruguete, aldea en la que se juntaron ya 5 de ellos, al unirse la conocida de Javier, Beatriz, al grupo, y después de unos cafés prosiguió la tranquila  caminata hacia el destino de la primera jornada. Pese a la tormenta caída por la noche y las negras y húmedas previsiones sobre el tiempo, el día se mantuvo inmaculado y los chubasqueros quedaron a buen recaudo en las mochilas.
Bajo un agradable sol y a pesar de las constantes subidas y bajadas, típicas de estas primeras etapas del Camino Francés, se plantaron en Zubiri a las 13:30, con una única parada para tomar una clara en una terraza situada estratégicamente en un sitio precioso. Afortunado el segundo hijo de la familia que heredó el prado en vez de la casa familiar y las reses. Sin duda ingresa más y trabaja menos.


El refugio del día era una antigua escuela, convertida en albergue municipal, con varias estancias separadas, cocina y baños en el patio y unos cómodos bancos en el frontal para descansar, tomar notas y comentar la primera jornada.  Después de arreglarse, desmontar la mochila por primera vez, descubrir las duchas y lavar algo de ropa se juntaron de nuevo en un pequeño bar,  o más bien “el” bar, ya que no había más,  donde conocieron a los 2 peregrinos que faltaban para completar los 7 que dan título a este relato. May, de Madrid, y Manuel de Barcelona, al que de entrada confundieron con un francés, unos por su aspecto, otros porque hablaba poco y no se reía mucho de las gracias de Ernesto.  ¿Serían ellos dos los enanitos/peregrinos Feliz y Mudito?


Y entre decisiones sobre dónde comer, presentaciones y cervezas,  apareció de golpe Vanessa: con su obsesión  de dar la nota y hacer el bufón en todo momento, Ernesto se presentó como Vanessa, la cual entre risas fue adoptada inmediatamente por todos como un miembro adicional del grupo. Sin quererlo, habían completado el  mágico número 7 y encima tenían a Blancanieves/Vanessa  que los guiaría el resto de las jornadas. O por lo menos les haría compañía.

Quepa recordar en este momento los nombres de los 7 enanitos del cuento original, dado que en un momento u otro todos los peregrinos saldrían reflejados de alguna manera en una de sus personalidades:

A saber, los siete enanitos eran: el Sabio, el Gruñón, el Mocoso, el Tímido/Romántico, el Tontín o mudo, el Dormilón y el Bonachón / Feliz.


Como en todos los cuentos, fábulas o mitologías, caracteres definidos claramente en base a los prototipos de comportamiento de los seres humanos, y por lo tanto apropiados para explicar cuentos, relatar fábulas y acabar con moralejas. Como en los proverbios y los dichos populares en los pueblos. O las greguerías.

La comida en el polideportivo municipal no tuvo nada de especial, un menú normalito, rayando el nivel de un hospital público en época de vacas flacas, pero aderezado con las primeras anécdotas del día, como por ejemplo la de un listo “masajista” que en el primer día de marcha ya había conseguido embaucar a un grupito de alemanas con el objetivo de magrear un poco, o de otro “curandero”  catalán vendiendo sus capacidades mágicas, Reiki Style,  sin duda un cuento chino, como tantos otros que se dan en el Camino desde tiempos inmemoriales.


Curanderos, embaucadores, ladrones, prostitutas, vendedores, salva almas, inquisidores, vividores, bufones y toda la rehala de actores de las “novelas caballerescas”, del Camino en sí y de la propia vida. Cuando no de las “novelas de caballerías”, que además de todos estos personajes incluyen también magos, dragones, ungüentos y hechizos.  Y quién sabe, viendo que ya habían hablado de Rivendel, de que Marta tenía un cierto aire a Hobbit a pesar de gastar orejas de Elfa en alguna ocasión, de las hierbas mágicas que habían podido fumar algunos de ellos  y de que el pacharán tenía pinta de convertirse en su pócima secreta, igual si que se trataba de una novela de caballería, en vez de un simple relato de un corto pero intenso viaje.

Ante la imposibilidad de sacarle una pócima, digo pacharán,  al camarero  y con la invitación por parte del personal de que volvieran más tarde a ver gratuitamente un partido de pelota vasca en beneficio de una asociación pro cáncer, regresaron al albergue y decidieron acercarse al rio que habían cruzado por la mañana a fin de refrescar los pies y pasar la tarde.

Avituallados con lo primordial, es decir, el pacharán, comprado en el mismo bar visitado por la mañana, pasaron un buen rato conociéndose, refrescando los pies y comentando lo vivido hasta el
momento. Habían pasado menos de 24 horas desde el primer encuentro y ya no existían extraños ni timideces. Como si llevaran muchísimo tiempo juntos.  Raro efecto del Camino, los viajes o de cualquier excursión: tantas horas juntos, compartiendo refugio, esfuerzo, hambre, sed, altos y bajos, unen (por ahora) mucho.  Hasta a personas incompatibles en el mundo real, que si se vieran por la calle ni se saludarían.  
Esto es quizás otra de las cosas mágicas del Camino: si no lo hubieran hecho, jamás se hubieran conocido. Llamémoslo destino, o “fate” en inglés. O casualidad para los menos místicos y más terrenales.
Al llegar la hora se dirigieron de nuevo al polideportivo, cuya entrada al final consistía en un donativo de 5 euros a la mencionada asociación pro cáncer, pero con derecho a participar en el sorteo de un lote de productos de la tierra (que no les tocó por bien poco), bocadillos y bebidas al final de los partidos y el gran “honor” de aburrirse como ostras ante lo lento e igualado de los partidos.  Sin menospreciar este deporte, la espera se les hizo larga, pero la paciencia tuvo su premio al final con un vino muy correcto y bocadillos de chistorra a destajo, siendo sobre todo el matrimonio mayor que atendía a los clientes el más atento con ellos, sirviéndoles bocata tras bocata a fin de alimentarlos para el Camino. Con este agradable gesto acabó la estancia entre los lugareños y se volvieron al albergue, donde acabaron de rematar el día en los bancos de madera del exterior, entre risas, la creación de un grupo de Whatsapp, obviamente llamado “Vanesa y los Peregrinos” (aunque tuviera que sacrificarse una ese de Vanesa por la limitación de espacio),  para compartir las fotos y poder contactar en caso de necesidad. Sin olvidarnos de otro peregrino, oficialmente llamado Francesc pero a con un gran parecido a Artur Mas, que se unió al grupo digital de inmediato, y que acabaría siendo un compañero esporádico durante los siguientes días, persona risueña, simpática y con una paciencia total ante las bromas continuas sobre su tocayo. Así finalizó este primer día que prometía un Camino interesante y ameno.

A día siguiente y con la primeras luces del día, es decir alrededor de las 7:30, los 7 peregrinos se pusieron en marcha con un ligero “chirimiri” (por cierto, según la Real Academia,  expresión burgalesa y navarra que significa llovizna o calabobos) que no  hizo necesario sacar los
chubasqueros. El buen rollo se mantenía inalterable  y Ernesto empezó a buscar más la compañía de Marta. ¿Dejaría de ser el peregrino feliz y bromista del día anterior y pasaría a ser ahora el tímido y romántico enanito del cuento original?

Como buenos peregrinos, cada cual iba a su ritmo, y se iban formando grupos, ahora con uno, después con otro, en las subidas fallaba alguno, sobre todo Ernesto, en las bajadas se unía otro y May lo pasaba peor, y así, chino chano y después de una parada en una tienda – bar de Larrasoaña para desayunar a las casi 2 horas de salir, fueron bordeando el río Arga en un precioso paseo, hasta que pararon ya cerca de la meta delante del ayuntamiento de Villava, pueblo de Indurain, para tomar un refrigerio y ponerse  por primera (y que a la postre sería la última) vez el chubasquero.  Lástima que con la tontería se olvidaron de retratarse disfrazados de esa guisa. El perfil  hubiera sido clavado al de los 7 enanitos de la Disney. Por cierto, el hombre del tiempo particular de May casi acierta, había anunciado la tormenta para las 12 y eran las 13:30.

Callejeando bajo una lluvia constante recorrieron los 4 km restantes con una extraña y molesta  sensación por el tráfico y los semáforos. Las horas de aislamiento entre prados, árboles y el río habían sido mucho más gratificantes, pero por lógica en el Camino no se pueden evitar las ciudades: nacieron en muchos casos justamente a raíz de la creación de la ruta de peregrinación y eran y seguirán siendo lugar de parada y fonda para todos los que se dirigen hacia los confines de
las tierras conocidas, hacia el “Finis Terrae” mitológico de nuestros antepasados, o la tumba de Santiago para los cristianos creyentes. O hacia su propio destino.

Sin estar seguros de haber cogido el camino correcto, ya que todo el rato iban viendo símbolos de bicicleta por el suelo, quizás pensados en otras épocas para los carromatos de los nobles y las mulas de los sirvientes, los 7 llegaron alrededor de las 15:00 al Albergue Parroquial Casa Paderborn, el cual hizo justicia a todo lo que habían leído en las diferentes guías que llevaba cada uno de ellos. 
Una casita de montaña, típica alemana o de otros lugares rurales, como bien corrigió Javier a Ernesto, con sus barandillas de madera, sus flores decorando la terraza, y una extraña sensación de paz y tranquilidad.  (El origen de este albergue es el hermanamiento existente entre Pamplona y Paderborn, pequeña ciudad alemana situada al este del estado federal de Nordrhein-Westfalien.)  


Les recibieron unos muy educados hospitaleros, en claro contraste con la señora de la noche anterior, llamados Heinrich y Udo, y por milagro pillaron camas los 7, quedando el albergue completo con la siguiente pareja que apareció por la puerta. Después del relleno de nuestros datos con toda tranquilidad en el salón, agasajados con agua con limón, zumo y galletas, nos dividieron entre chicos arriba y chicas abajo. Ernesto tuvo un pequeño atisbo de convertirse en el peregrino gruñón, pero fue pasajero. Ante el idílico lugar, la hospitalidad, la tranquilidad y el buen ambiente en general no cabían quejas de ningún tipo. Faltaría.

Esperando en la puerta a que todos se arreglarán, desordenaran un poco más sus mochilas, y charlando con Udo y Heinrich,  aparecieron los 3 peregrinos que Ernesto había tachado de entrada como borrokas maleducados, pero que al final resultaron ser de Castellón. Eso sí, la mala educación la mantuvieron sin variar hasta el último día. Estos pájaros andaban sin mochilas, se las hacían llevar en taxi y no sabían ni a que albergue las habían enviado. Daban un poco la imagen de vagabundos medievales en busca de descuidados peregrinos, tesoros o doncellas.


Salvando el desnivel entre el río y la fortaleza en un ascensor, sorprendente por estar en medio de la nada, como bien comprobarían más tarde, pararon a comer unos bocadillos, canelones y ensaladas, apareciendo ahora sí por primera vez el peregrino Gruñón, en este caso encarnado en varios de ellos, por lo complicado de conocer y negociar las raciones y los tamaños de las mismas. Al final salió todo bien, y mientras lloviznaba dieron buena cuenta de la comida-merienda.
Saciados y animados se dedicaron a pasear un buen rato por la siempre bonita ciudad de Pamplona, con sus famosas plazas y calles conocidas en todo el mundo gracias a los Sanfermines y la obra del Nobel de Literatura Ernest Hemingway titulada “Fiesta”. Quién sabe si la afición a escribir de Ernesto no se deba a la coincidencia en el nombre.



Cansados un poco de tanta vuelta  y como intuyendo que la búsqueda del ascensor precisaría de alguna pócima reconfortante, decidieron tomar un pacharán. La resistencia de Manuel duró lo que duran “dos peces de hielo en un güisqui on the rocks”, como nos cantaba Sabina. Después, con la decisión tomada de antemano y acordada con los hospitaleros, de cenar en el albergue, fueron en busca de los ingredientes de la cena. Es decir, vino y algo más. 



Y como Manuel había adoptado hace rato el papel de peregrino feliz y experto en vinos,  las chicas se encargaron de los tomates, el aceite y la vajilla y nuestro “sommelier” particular se hizo cargo de lo importante. Del vino.

Dieron una extraña y larga vuelta hasta encontrar el ascensor de bajada, con lugareños que los mandaban hacia el norte, otros que los enviaban a las antípodas y hasta curiosos habitantes que desconocían la existencia de un ascensor en su ciudad (y eso que existen 2), pero finalmente llegaron al Albergue, con las mesas aún vacías para poder cenar, charlar y compartir un vino con los dos amables alemanes encargados del lugar.

Para rematar un día muy completo se sentaron en la terraza para liquidar la botella de vino sobrante, rato que compartieron con 2 jóvenes alemanes de Bremen, que recién finalizado el colegio se habían cogido un tiempo sabático para hacer el Camino. Muy educados, ellos ante su paquete con muchas cervezas y poco embutido y algunos de los 7 apurando la botella de vino, todos cumplieron el estricto horario alemán y se fueron a dormir a las 10 de la noche.

Al día siguiente, el dulce aroma del café de filtro alemán les despertó a primera hora, a algunos de ellos a las 5:45, olor al que a las 6 se añadieron Cantos Gregorianos. Un despertar diferente que les llevo al agradable desayuno “alemán” en común a base de tostadas, que Udo les iba sirviendo, mantequilla, mermeladas, quesitos, café y zumos.

Reconfortados por la bonita estancia en Pamplona emprendieron su marcha hacia su nuevo destino, Puente de la Reina, sabedores que tenían ante sí una etapa dura. La clásica canción de los enanitos de “Aibó, Aibó, a casa a descansar” se convertía en un “Aibó, Aibó, al monte a caminar”, pero al final la realidad no fue tan grave. 
Después de una salida eternamente larga de Pamplona, subieron alegremente (algunos con más
problemas que otros) al Alto del Perdón, donde un potente viento justificaba con su fuerza la existencia de tantos molinos de energía eólica. Después de algunas fotos con las figuras forjadas de peregrinos tomaron la dura senda de bajada, conocida como rompepiernas, y sin más sobresaltos y 2 cortas paradas llegaron sanos y salvos a Puente de la Reina.

La cola para entrar al albergue de los Padres Reparadores les hizo temer lo peor, pero en un acto de solidaridad patria por una vez el hospitalero les “coló” por delante de los guiris, algo que alegró mucho a Javier,  y les asignaron, antes de identificarse, una habitación con 8 literas. Quedaba pues una cama vacía, quién sabe si pensada para algún otro personaje del cuento, el cazador, el príncipe…, o si sería Vanessa la que se les apareciera por fin, envuelta en una sábana blanca y admirando su supuesta belleza en el espejito mágico de marras.

Asumiendo su papel de enanito peregrino Sabio y líder, Beatriz los fichó a todos y se encargó del registro en el albergue, mientras que los demás se fueron preparando para salir a comer algo. Las mochilas cada vez parecían más llenas, cuando en teoría llevaban los mismos objetos que al inicio. Sería cosa de la Reina Villana que las iba cargando a escondidas.


La comida en la calle Mayor transcurrió con normalidad, salvo los problemas del peregrino gruñón, encarnado de nuevo en May, para conseguir que le sirvieran la Lasaña con Pepsi en vez de un menú. Salvados estos escollos y finalizada la comida, se fueron en busca de los ingredientes para la cena, dado que habían decidido aprovechar las excelentes instalaciones del Albergue para preparar ensaladas y espaguetis.

De vuelta ya en el Albergue, y vista la avalancha que se cernía sobre fuegos, platos, ollas y cubiertos, Ernesto, ahora en papel de Bonachón, decidió preparar la salsa para la pasta durante la tarde, mientras que los demás se dedicaron a descansar en sus literas o en el prado ubicado detrás del Albergue. El rato en la cocina se convirtió para Ernesto en toda una odisea, con los borrokas ocupando la mitad del espacio con su compra, una señora apropiándose de su navaja y haciendo sitio a base de empujones, pero finalmente consiguió dejar la salsa en su punto y pudo unirse a Bea, Esther y Marta en el “chill-out” que se habían montado en el césped.

Ahí pasaron un rato increíble, de los mejores del Camino, por lo menos para Ernesto, como si de una improvisada rave se tratara, escuchando música, tomando cervezas y haciendo tiempo para cenar, mientras que el día fue llegando a su fin con la puesta el sol y la llegada de una brisa bien fresca que invitaba a recogerse y buscar el reconfortante  calor que produce el vino.

Empezó entonces la dura lucha contra los elementos: conseguir hacer hervir agua en un “perolo” tamaño militar. Mientras que unos preparaban las ensaladas y otros ponían la mesa, el agua seguía ahí, sin llegar al punto de ebullición, como un espejo mágico al que Ernesto se asomaba cada pocos segundos cual Reina malvada del cuento original. Por suerte el agua no le devolvió la imagen de Vanessa sonriendo, porque vaya susto se hubiera llevado.

Conseguido por fin el objetivo y con unos espaguetis regulares tirando a sosos, cenaron cómodamente, viendo como de forma mágica la pasta en el plato de Manuel iba creciendo conforme pasaba el tiempo e invitando a un tal Andrea a probarlos, cosa que hizo gustoso con repetición incluida. Por lo menos el comió, porque lo de Manuel seguía siendo un misterio. Así acabó este día para la compañía de los 7.

Los kilómetros y las horas pasados juntos se empezaban a notar. Pequeños roces y divergencias de opinión hicieron ver a todos lo duro de la convivencia, lo intensivas que se pueden volver 48 horas en compañía de semi-extraños, el esfuerzo que hay que hacer para ceder un poco aquí y un poco allá, pero también hicieron florecer lo bonito del Camino, sentirte a gusto en compañía de alguien, generar una sonrisa de otra persona, compartir lo poco que tienes o ayudar al prójimo sin interés alguno.


A la mañana siguiente se desperezaron con más tranquilidad de lo habitual, por lo que hasta las 8 de la mañana no estaban desayunando de nuevo en la calle Mayor. Ante la imposibilidad de cruzar por el conocido y bien bonito puente medieval, tuvieron que conformarse con echarle unas fotos, y prosiguieron su camino hacia Estella, ciudad muy ligada al Carlismo y a la figura de Zumalacárregui, tema por cierto muy del agrado del peregrino Manuel, historiador para más señas, que más adelante visitaría el pequeño museo dedicado al Carlismo en dicha localidad.

La etapa transcurrió con absoluta tranquilidad, andando a dúos o a tríos, con 2 pequeñas paradas en Ciraqui y Villatuerta para reponer fuerzas y sobre todo líquidos, y rondando las 2 de la tarde llegaron a su destino, en este caso a un albergue nuevo, que el peregrino Ernesto, ahora ejerciendo de enanito Sabio,  confundió con el que visitó en otra ocasión. Aún así, la elección volvió a ser acertada, y aunque un poco pequeño, pocas  duchas y con una minúscula cocina, todo quedó compensado con la buena ubicación del refugio y la amabilidad y simpatía de los hospitaleros holandeses, Helga y Paul.

Ubicados y duchados se dirigieron al centro, y comieron en un local cuya decoración yanqui estilo años 50 no encajaba demasiado en la espectacular plaza de Estella. Pero, como no hay mal que por bien no venga, el verde y demasiado moderno look del local quedó olvidado antes unos platos combinados completos, cubos de botellines a 3 euros, el wifi “mágico” para los modernos peregrinos y una vuelta tranquila al albergue para esperar la hora de la misa del peregrino y descansar un poco.

Mientras unos descansaban, Beatriz se dedicó a comprar los ingredientes para volver a cocinar por la noche, en este caso tortillas de patatas, y Marta, Ernesto y Manuel aprovecharon el rato para tomarse su ración de pócima diaria. Sin reparar en el local se metieron de lleno en la boca del lobo, es decir, en la Herriko Taberna local, pero al haber sido detectados por la camarera, una especie de Orco salido de las peores pesadillas de los relatos medievales, no tuvieron más remedio que pedir el pacharán y apurarlo en la terraza entre risas de Marta y Ernesto y un serio disgusto de Manuel.  Manuel hizo su visita al museo, y a las 7 se reunieron los 7 en la parroquia de San Miguel Arcángel. Con un 7 más se hubiera completado el número cabalístico mágico 777, que según que creencias, tendencias o ritos significa Dios, la plenitud o la verdad. Y algo de magia si que tuvo la ceremonia: tanto el momento de darse la paz como la posterior bendición a los peregrinos aportaron esa “espiritualidad”, ese misticismo, que hasta ahora no se había sentido demasiado. A varios de los 7 se les escaparon algunas lágrimas, cada uno por razón diferente, pero seguro que importante.
Después de la misa volvieron al tan cercano albergue para empezar a preparar las tortillas de patatas y las ensaladas. A pesar del poco espacio en la cocina y la complejidad de conseguir preparar las patatas en el microondas, y gracias al esfuerzo de todos, en especial de Esther y Javier, la cena salió perfecta, invitaron a los hospitaleros, hubo chistes sobre Vanessa y un fin de jornada
increíblemente agradable sentados al fresco, fumando y conociendo a un alemán cuya empresa en Denver, Colorado, había quebrado y que venía pedaleando desde su casa. Casi nada. Unos 3.000 km para olvidarse de lo material y disfrutar un poco.

Un día completo tocaba a su fin y ya solamente les quedaban 2 etapas por delante. Ernesto empezó ya a sentir próximo ese fin del Camino, cuando aún quedaban 2 días por disfrutar.  Ese enanito tímido y romántico que se apoderaba de él de tanto en cuanto. Poco apropiado para un mundo deshumanizado, material, frío y finito. Pero en él un sentimiento inevitable. Y nada malo, por otro lado. Peor es robar. O hacer daño. U odiar.O ser político.

A las 6 les despertaron los anfitriones holandeses, y después de un desayuno en común con los demás peregrinos, salieron sin ninguna prisa para llegar a la hora de apertura a la conocida fuente mágica del vino de Irache. Bueno, lo de mágica es un decir, ya que el vino era bastante peleón, y la hora de paso tampoco invitaba a demasiada parada, pero como todo en el Camino,  tuvo su gracia, sus fotos y su recuerdo grabado en la memoria.  
Ante dos variantes que se les presentaron poco después eligieron por mayoría el camino del bosque, sabia decisión por cierto, ya que el tramo fue muy bonito y encima les permitió reducir el trayecto en 2 kilómetros. ¿Sería este el momento en el que aparecieran los animalitos del bosque, parte del cuento de los 7 enanitos?  Lamentablemente, animalitos vieron pocos. Algún pájaro, muchas babosas y poco más. Otra vez será.

Tan bonito y fácil fue el tramo que a las 12 ya llegaron a Los Arcos. Ernesto había propuesto originalmente dormir aquí a fin de esperar a sus 4 amigos que se unirían a él para realizar juntos la última etapa y proseguir al día siguiente hacia Ventosa para realizar el homenaje a su amigo peregrino fallecido.  Entre tiras y aflojas, indecisiones de Ernesto y Marta y decisiones absolutas  e incontestables de Beatriz y Javier, continuaron juntos, después de unos bocadillos y de compartir mesa con el figura masajista de la primera etapa, a quien Ernesto sometería más tarde a un intenso interrogatorio sobre su formación.

Justo antes de llegar a Torres del Rio pararon en Sansol, y visto que el Albergue local tenía una muy buena pinta, Javier y Beatriz se apresuraron a reservar cama para todos y sofás con televisión para ellos. Fue una elección perfecta, el local impresionante, Arancha la hospitalera jovial, dicharachera y servicial, lo que compensó en mucho las pequeñas discusiones y el progresivo proceso de separación de los 7.


Mientras algunos descansaban, Marta, Ernesto y Manuel se fueron a dar una vuelta en busca de algo de comer, objetivo que resulto inútil. Ni el maleducado camarero desdentado del bar “la Sociedad”, que les echó literalmente al grito de que “aquí no hay nada para comer”, ni el chaval que regentaba la tienda que no quiso abrir a pesar de verlos dispuestos a gastar, les permitieron adquirir bocado alguno, por lo que volvieron al albergue a pasar la tarde.

Tarde que tuvo su parte mágica, con Ernesto y Marta construyendo castillos en el aire pensando en un albergue en Burgos, medio en broma medio en serio, otros viendo la tele, tomando vinos, pacharanes, interrogando al masajista, con pruebas de efectos fotográficos de Esther, fotos panorámicas de la casa para soñar con futuros albergues, conversaciones esporádicas con Arancha y una tranquilidad general. Ya no estaban tan unidos como antes, pero a pesar de ello de buen rollo. Con algo de morriña. Mañana sería el último día. Y entre la ya próxima separación y la llegada de la gente de Barcelona, Ernesto se sentía bastante mal.  Suerte que el lugar, la cercanía de Marta y la toma de direcciones y teléfonos de todos ayudaron a apreciar lo bueno y olvidar lo malo. Más aún cuando era inevitable y se sabía de antemano.

Después de una cena de menús muy correctos, el día acabo de forma espléndida sentados Marta, Esther y Ernesto en los bancos al fresco, fumando sus últimos cigarrillos (y por desgracia perdiendo las últimas hierbas mágicas que les quedaban), apurando una última copa de pócima en forma de Pacharán y disfrutando del gran Cat Stevens y sus grandes éxitos.

Como siempre, la música fue ese toque final que da sentido a tantas cosas. Canciones que resumen tus sentimientos mejor que cualquier frase que puedas soltar o escribir. Como el “Whish you were here” de Pink Floyd, que había enriquecido el tramo de subida a la Fuente de Irache. Por lo menos es lo que recordaba Ernesto, aunque puede ser que fuera en cualquier otro momento. Lo importante es que sucedió.

Amanecido el último día, y sin demasiadas prisas, se prepararon para partir. Justo al salir aparecieron los amigos de Ernesto, peregrinos también aunque solamente por unos días, y todos fueron andando con toda tranquilidad hasta Viana. Ahí se produjo el punto de inflexión.

Estando ya cerca el último destino, Logroño, con las mentes de los 7 peregrinos ya puestas en su vida real, en los horarios de los autobuses, Ernesto pensando en la continuación del Camino y el homenaje a su amigo Carlos, que seguramente sería totalmente diferente a lo vivido hasta ahora, Marta organizando la llegada de su amiga Bea y la posible asistencia al concierto de Extremoduro, May valorando seguir alguna etapa más y Manuel pensando en su siguiente vino, el grupo de los 7, que había compartido camino desde Roncesvalles, se partió.
Atrás quedaron Marta y Ernesto, a la espera de los peregrinos venidos de Barcelona, mientras que los otros 5 prosiguieron su camino.

Con una larga parada donde la señora Teresa, ya con 82 años e hija de la mítica señora Felisa que durante decenios saludó, selló credenciales y entretuvo a los peregrinos a la entrada de Logroño, Marta, Ernesto y los nuevos llegaron sin problemas a un albergue en el centro de Logroño, reservado con anterioridad.

Marta y Ernesto, los 2 peregrinos restantes de los 7 iniciales,  se arreglaron, dieron un paseo por el muy animado centro de Logroño, tomaron algunas tapitas, intentaron conseguir las entradas para el concierto de los “bardos” de Extremoduro, siguieron tomando tapitas y vino, y por arte de magia aún consiguieron ver a Manuel, May y Esther para despedirse y desearles lo mejor. Javier y Bea ya habían partido en bus hacia casa. Una pena.


Aquí acabó la aventura de los 7 peregrinos que se conocieron el domingo anterior en esa aldea llamada Roncesvalles. 7 peregrinos y casi 7 días de convivencia.

Marta y Ernesto aún tuvieron la ocasión de compartir algún rato más, algunas copas, alguna caída al suelo y bastante tristeza, alternando Ernesto el carácter de los enanitos Feliz y Romántico del cuento, cual toboganes emocionales similares a los tramos de alguna de las etapas recorridas juntos.

Con la vuelta de cada uno a su casa y soñando alguno con Rivendel, la comarca y los futuros caminos por recorrer y con la inmensa alegría de que el Camino pasa por Burgos, este cuento se acabó.

Por ahora.

Buen Camino a todos.



“How I wish, how I wish you were here.
We're just two lost souls swimming in a fish bowl, year after year,
Running over the same old ground.
What have we found?
 The same old fears.
Wish you were here.”